Han sido casi diez años de estar viviendo un cuarto de vida en hoteles, conociendo ya más de quince países gracias a la innovación: Ecuador, Venezuela, Brasil, Chile, Perú, Panamá, Guatemala, Salvador, Costa Rica, Estados Unidos, Portugal, España, Italia, Inglaterra, Francia, Suiza...Viajar es un ritual que te abre el espíritu, te hace ver la vida de un modo renovado. Y el hotel se convierte en casa por una semana, dos días, una noche. El hotel es la exacerbación del confort inútil. En los hoteles siempre sobran cosas que uno no necesita y faltan cosas que uno necesita. Entonces aparecen las camas con cuatro almohadas o los cinco jabones en el anaquel y las seis formas diferentes que existen de prender el agua de la ducha, en la cual, ninguna persona es suficientemente ducha. Para conocer una nueva ciudad, mi ritual, cuando viajo solo, siempre es el mismo: dejar la maleta en el hotel y salir a caminar en espiral, alejándome del hotel en forma de caracol. Así, poco a poco, comienzas a descubrir cómo funciona la ciudad, cómo se viste la gente, cómo es el espíritu de las ciudades. Por ejemplo, y para entrar en materia, Santiago es una ciudad gris, sombra de una dictadura de la que seguramente no ha despertado del todo. Todo el mundo en Santiago es solemne, no importa si se trata de un niño de diez años, una joven rockera o el gerente de una compañía multinacional. Pareciera como si la seriedad fuera una virtud. El ambiente huele a cemento y mariscos, y en las calles se mezclan caras aindiadas y tristonas con semblantes europeos. Los supermercados están repletos de mariscos, atún y aceites de oliva. Los buses y los metros funcionan con minutos precisos, como en Europa: los buses llegan a las 7:56 de la mañana, y a esa hora, llegan. No como en Colombia, donde invitamos a la gente a las seis y media para que lleguen a las siete. Siempre he pensado, con mi temperamento sibarita, que la esencia de un pueblo se vive a través de la comida. Y para mí la esencia del pueblo chileno se puede percibir a través de la ingestión del caldillo de congrio. El caldillo de congrio es una especie de cazuela con cebolla, tomate, pimentón, aceite de oliva, ajo y congrio. El congrio es la misma morena, un pescado aculebrado y largo, de aspecto más bien monstruoso, como los animales que aparecían en los extremos del mundo en los bestiarios medievales para que los marinos no se alejaran mucho de tierra firme. Tomar caldillo de congrio es recordar un naufragio o un viejo amor, es viajar a las profundidades del mar sin siquiera tomar una chalupa, es entender que la vida y la comida encierran misterios equiparables. Y si al caldillo de congrio le sumas un vino de la casa, ya podrás irte zigzagueando hacia el hotel sabiendo que el día valió la pena. A partir de hoy, y por los cinco próximos días, me dedicaré al oficio de catar caldillos de congrio. Quizá me convierta en medusa, o en anémona. Quizá no vuelva a este mundo, después de tanto yodo en el cuerpo. Pero creo que valdrá la pena. Voy a llevar un flotador, una cuerda y un alka selzer, por si acaso.
Diego Parra Duque.- Director Katharsis
Si... realmente se le ve a usted sufrir muchísimo lejos de su ducha y sus cosas necesarias... jejeje.Bon apetit compañero
ResponderEliminarjajajaja....gracias, Anape...
ResponderEliminarYo no he ido a Santiago, pero si a Buenos Aires y aunque creo que no caminé en forma de caracol, sentí su espíritu de tristeza antigua que no se va, como dice Soda Estereo " ....se ve tan suceptible.."
ResponderEliminarMe gusta tu nuevo oficio y eso de convertirse en "medusa, o en anémona" y "no volver a este mundo despues de tanto yodo"
No he conocido una ciudad más gris que Santiago. Quizás fue porque fui en junio, hace siete largos años. O talvez por la tragedia que me consumió en una esquina de la Avenida San Sebastián. Pero la imagen fría, gris y triste de la ciudad y de su gente me quedó grabada para siempre. Tendré que regresar alguna vez en verano, a ver si cambia mi percepción.
ResponderEliminarEn cuanto al caldillo de congrio, es capaz de calentar cualquier alma y ponerle color al más gris de los rostros (¡Y ni hablar del buen vino que lo suele acompañar!).